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Mundos íntimos. Soy morena, en Argentina me dicen negra, y siempre me hicieron sentir distinta por el tono de mi piel

Cuando nací, mi tía abuela de Buenos Aires llamó para preguntar de qué color había salido. No como quien chequea el punto de un bizcochuelo, sino específicamente para saber si era negra o blanca. A esta historia la sé porque me la contó ella misma, varias veces. Desde que su hermana (mi abuela), se casó con un criollo santiagueño, se vio obligada a chequear el color de cada nieto.

Cuando digo negra/o – y voy a decir mucho esa palabra en este texto- lo digo como se dice comúnmente en Argentina, es decir, en oposición a blanca/o. Voy a aglomerar entonces todo lo “no blanco” en un único significante. Con la consciencia del reduccionismo que conlleva en relación a una problemática tan compleja como el racismo. Pero pido el permiso de hacerlo, porque es así como lo viví.

Mi mamá es blanca y fue pelirroja en su juventud. Tiene la piel finita, llena de pecas y en los ochenta, usaba el pelo largo y enrulado como una princesa irlandesa. Mi papá es sirio, moreno y tenía el pelo oscuro y lacio como un cacique. Yo soy morena, tengo pecas y una mitad del pelo crespo y la otra lacia. Por qué no emular mi mestizaje de todas las maneras posibles. Diría que mi aspecto en la provincia de Tucumán de 1986 podría haber sido común, pero supe temprano, cuáles eran las partes de mi cuerpo que iba a tener que defender.

Danza española. Zaira Nofal, de niña, feliz, en pleno baile. Siempre le gustó estar arriba del escenario para poder expresarse.

A los seis años me postulé para ser La Cenicienta en la obra de la escuela. En el grado éramos cincuenta niñas, pero nos habremos postulado ocho. No estaba para nada preocupada. Yo era hija de actores y estaba convencida de que por eso había nacido actriz. El protagónico por derecho divino era mío. Llegado el día, nos pararon a las aspirantes una al lado de la otra y entró la directora a elegir a la más apta. No tardó en decir: “Ella, la de trencitas”, y yo, que ese día llevaba dos trenzas perfectas, di un paso adelante y conmigo avanzó también Ana Belén. La maestra casi con disfrute le preguntó a la directora “¿cuál de las dos?” y ella respondió con gesto de por supuesto: “La rubiecita”.

Ana Belén tenía el physique du rol, no voy a negarlo. Era blanca de pelo dorado y sus ojos eran verdes como mi ira. No digo que en ese casting hubo un acto de racismo per se. La directora eligió lo más parecido a la caricatura de la película, pero estábamos en 1992 y ahí es cuando descifré que las princesas marrones no existían.

En 1993 en vísperas de mi cumpleaños se estrenó Aladdín en Argentina. Jazmín, la hija del sultán, se parecía más a mí y tenía un tigre de mascota. Mirá de quién te burlaste, Cenicienta. En mi escuela ese año no hubo obra de princesas.

En el verano de 1995, fui con mi mamá y mi hermano de vacaciones a la playa. Pasamos la navidad en Chubut y a mis primos y a mí nos dieron mallas de regalo (me niego a decir trajes de baño). Los fines de semana, íbamos a un balneario. Mi primito y yo correteábamos por la orilla salpicando agua helada del mar del sur.

Volví a Tucumán cuando el sol había bajado, contentísima de poder ver a mi perro y de tener marcas de la malla en mi piel quemada como prueba de mi viaje. Me bañé, me puse un vestido y salí a ver a “la barrita” del barrio. Los chistes empezaron cuando cruzaba hacia la vereda de reunión. “Mírenla a la Zai, solo se ven los dientes, pareciera que el vestido viene flotando”.

Mi piel es oscura en verano pero no se vuelve invisible en la noche Si eso sucediera sería como mínimo un gran poder.

Ese año se habían mudado al frente de la vereda de reunión dos hermanos que eran la novedad del barrio. Los odiaba. El menor se enamoró de mí y me dedicaba piropos a diario que su hermano desaprobaba confundido ¿Por qué se había enamorado de la única niña marrón del grupo? Le resultaba insólito y trataba de aleccionarlo diciendo: “Negro con rubio no conviene”. Es conveniente explicar que esta no era lo que yo llamaría una “situación Selena”, quiero decir “(…) Amor prohibido murmuran por las calles, porque somos de distintas sociedades”. La verdad es que mi familia y la de él a duras penas arañaban la clase media baja, pero entonces ¿qué era lo que no convenía? No íbamos a tener descendencia porque teníamos diez años, pero de haber sido posible, por algún error espacio-temporal, que nos prometieran a esa edad, no es que mi sangre iba a ser el primer contacto con sangre marrón que tenían estos muchachos que se creían Targaryens.

En junio de ese año se estrena Pocahontas de Disney. Pocahontas increíble, se lanza desde un acantilado para nadar con su amiga, habla con un árbol, corre rapidísimo y su pelo se eleva perfecto adornado por hojitas de colores. Pocahontas sabe de las cosas y le explica a un inglés que él no es el dueño de todo. Amo a Pocahontas. Me compran el libro y el CD. Corro por el río de Horco Molle esperando que mi pelo ondule con el viento. Le pregunto a Joshua (el vecino yanqui) si escuchó aullar los lobos a la luna azul.

En agosto se estrena Chiquititas. Agustina Cherri es la protagonista e interpreta a Mili la líder del grupo. Mili, su mejor amiga Gimena y uno de los amigos del hogar tienen la piel marrón. Son tres en todo el reparto. Vaticinio: este número se va a reducir en el futuro. Mili es la más grande; la más buena, la que mejor canta, todos gustan de ella. Mili es mi referente. Hablo como ella. Canto como ella. Ser tan buena no me sale.

En sexto grado me cambiaron a un colegio católico privado del barrio de al lado. Era lindo. En los baños el agua de la canilla se abría apretando un botón. Me hice amiga de las catorce chicas. El resto eran varones. La señorita Gloria me detestaba y me mandó a dirección todas las veces que pudo. Con el tiempo armamos un grupo de cinco y nos sentamos siempre juntas. Intercalamos por día a la compañera de al lado, para asegurarnos ser todas igual de amigas. Nos llamamos por teléfono y decidimos ir peinadas igual, para mostrar la fuerza de nuestra amistad. Trenzas. Me quedaban bien las trenzas. Llegamos todas iguales menos María Nieves que tiene el pelo muy corto y no le alcanza, lleva dos colitas. Ese día uno de los varones me apoda como “La india Cacuy”, toda la semana soy “La india Cacuy” a pesar de haberme cambiado el peinado.

El día que me toca sentarme con Melina desatamos una competencia por el mejor pelo. Cada una vota por el suyo y, ante el empate, nos vemos obligadas a buscar un nuevo jurado. Elegimos a F. que se sienta detrás de nosotras. Estoy segura ahora de ganar la competencia porque F. tiene el mismo color de pelo que yo. Elegirme es obtener un pedazo de trofeo. Pero F. dice “Melina”. Dice Melina porque su pelo, es rubio como el de una princesa. El tuyo es negro y fiero, me dice. Yo no puedo creer que la conquista haya calado tan hondo y ahora la conquistada haya rechazado a mi pelo, a su propio pelo, al pelo de Pocahontas y al de Agustina Cherri. ¡Qué atrevimiento!

En 7mo grado, no más privados católicos. Voy a la escuela Normal. Con mi amiga Ana sabemos un chisme nuevo: en 4to grado Seba estuvo de novio con “La Ale”. Indagamos. Lo felicitamos, le decimos “Bien, la Ale es hermosa” y Sebastián levanta los hombros. Cuando le pedimos explicaciones, Seba habla despacito, dice “ Sí, más o menos, pasa que vieron que ella es como … morochita”. Mientras lo dice, se toca la cara con la mano como ilustrando. Mi amiga Ana sorprendida le dice: “¿Qué tiene que ver? ¿la Zai no te parece linda?” Espero la respuesta con un gesto de “lista para la batalla” que voy a sostener toda la vida. Seba levanta de nuevo los hombros y responde: “Y… como la Ale.” En 1999, Marcela Kloosterboer es la líder ahora en Chiquititas. Los huérfanos de la ficción de Cris Morena son todos blancos y su pelo dorado como el trigo sobre el que están sentados.

En 2003 se acaban los huérfanos de Cris Morena y ahora Camila Bordonaba y Luisana Lopilato son de clase acomodada. Un solo actor de piel marrón interpreta al “nuevo rico”. En 2007 ya vivo en Buenos Aires. La nueva ficción de Cris es Casi ángeles. A los protagonistas cada vez más rubios les van a aclarar tanto el pelo en los años siguientes que vamos a creer estar viendo “Village of the Damned”.

Veraneo en Tucumán para visitar a mi familia. Vamos a un bar con un grupo de gente querida. Una de mis amigas dice que no le gusta el lugar, que está lleno de negros. Yo soy negra, le respondo. Respondo eso porque sé que habla de gente de piel oscura como la mía pero también asocia lo negro a lo ordinario, a lo groncho. No estaba hablando de vos, aclara. Sé que no está hablando de mí, fue conmigo. Soy una mejor negra porque soy amiga de ella que es blanca.

Cuando volvemos hablan de que yo no soy tan oscura como digo ser, que ahora estoy quemada porque es verano. Un amigo cuenta que su mamá cuando quiere decir ordinaria dice “negritilla”. Rápidamente se transforma en un chiste hacia mí. Durante una cuadra soy “la negritilla”. Se divierten, se ríen. Les explico por qué me enoja lo que dicen; que lo que dicen es racista aunque sea un chiste; que el hecho de que se pueda hacer chistes sobre eso habla del racismo existente. No lo entienden.

Siempre fui parecida a la mitad de la gente que viajaba en colectivo conmigo, y cuando digo siempre, son los veinte años que viví en Tucumán y los quince que viví en Buenos Aires. Aún así cada tanto aparece alguien que habla de mi aspecto como si yo fuera una extranjera: Parecés colombiana; nunca estuve con una chica con tu color de piel; qué loco el color de tus brazos. “Loco”. En clase hablamos de Bolivia y una alumna me dice “Vos podrías ser boliviana, por la altura, la piel”. También podría ser argentina.

En el 2009, estoy con dos amigas (una porteña y una jujeña) en la Peña del Colorado en Palermo. Otras dos chicas se disputan el amor de nuestro amigo. Mis amigas seleccionan a la mejor candidata: Ella es linda. Ella no, es “muy Pocahontas”.

En el 2015 dirijo un elenco de poetas que hacen investigación escénica. A la salida de una de las obras, tres personas discuten embravecidas. La discusión se desata porque en una de las escenas improvisadas dos de los chicos que representan personajes que son adrede nefastos hacen un chiste acerca de una empleada doméstica. No me acuerdo de qué va el chiste, me acuerdo que es clasista y racista. Dos de las chicas entonces retan al actor porque él no entiende lo que hizo, lo que va a sentir la gente. Él responde que sí, que su mamá fue empleada doméstica, que la idea es mostrar el racismo y el clasismo. Yo trato de mediar. Digo que yo escuché el chiste; que en otras circunstancias me sentí discriminada; que esta vez no; que entendí qué se quería lograr. Una de ellas (la más gringa) me responde “vos nunca podés haber sido discriminada”.

Entiendo lo que dice, es un error común. No soy afrodescendiente; no tengo apellido ni los rasgos marcadísimos de los pueblos originarios de nuestro país. No puedo ubicarme en ningún colectivo específico y alzar un escudo. Pero si nos presentáramos las dos con idéntico CV a solicitar trabajo en una casa de ropa en el shopping, la tomarían a ella.

En 2018, el presidente Mauricio Macri dice en el foro mundial de Davos que en Sudamérica somos todos descendientes de europeos. En 2021, el presidente Alberto Fernández dice que los argentinos descendemos de los barcos. No me extraña, ni es algo exclusivo de estas dos últimas gestiones. El mito de la Argentina blanca es promovido por la clase política al menos desde finales del siglo XIX. Es por esto que la gente de esa generación adora ese dicho. Googlean sus apellidos para rastrear bisabuelos de Italia. Algunos los encuentran. Existen argentinos descendientes de europeos y la imagen del barco no está del todo mal, está incompleta. De los barcos no bajó una masa uniforme de gente del mismo color y cuando pisaron tierra, además, no pisaron un desierto despoblado.

Cuando mi abuelo Arévalo vivía, yo también traté de hacer un árbol genealógico. Había conocido a un madrileño con un apellido parecido y le pregunté “¿Abuelo, entonces tu apellido es español?” y mi abuelo, que era un santiagueño terco y adorable, respondió -resumiendo todas mis ascendencias posibles- “Turquita, eso no importa. Nosotro descendemo de lo indio”.

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Zaira E. Nofal nació en Tucumán. Estudió música, teatro musical y otras cosas. Dirigió “Catarsis”, un grupo experimental de poesía performática. Su primer musical fue seleccionado por la Bienal de Arte Joven. Publicó dos libros de poesía “Mildoscientos kilómetros” editado por Elemento disruptivo y “Merecemos como mínimo que un portal se abra”, editado por Hexágono editoras. Expuso poemas en el MAMBA, CCR, CCK y la Feria del libro entre otros. Cursa la licenciatura en Crítica de Artes en la UNA, coordina talleres de escritura e integra Criatura Artefacto, elenco becado recientemente por el FNA y el Fondo Metropolitano para la realización de su primera serie animada.

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