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Los Fernández heredan esta vez sus propios fracasos

El kirchnerismo tiene un problema grande, después de casi dos años de gobernar sin que quedara claro quién gobernaba, de patear la pelota para adelante sin poder sacarla de su propio campo y de insistir con ensayos que ya se habían probado fallidos. Solo con su circunstancia, el gran problema del kirchnerismo versión 2021 es que este 14 de noviembre se heredará a si mismo y, sin escapatorias ni gambetas posibles, cargará con los costos de sus desarreglos.

Una prueba rotunda y políticamente carísima de los fracasos acumulados por los Fernández, por Alberto y por Cristina, juntos o divididos, emerge bajo la forma de una inflación cómodamente instalada en las alturas del 50% anual o, más precisamente, en un 52,1% que araña el 53,8 que había dejado Mauricio Macri en 2019. Un precedente fuerte, aunque demasiado lejano para usarlo como herencia.

La inflación suele ser, aquí, un muestrario de desajustes económicos y sociales y una máquina de generar desajustes, pero existe algo definitivamente seguro cuando el termómetro alcanza semejantes alturas; esto es, que sufrirán sobre todo las capas sociales vulnerables, aquellas que el kirchnerismo dice proteger. Inevitable, además: si los precios se disparan, como están disparados sin freno, el discurso oficial que se pretende progresista también queda a la intemperie.

Sin esperar a conocer cuál será el número de 2021 que se agregará al 36,1% de 2020, ya hay un 93% acumulado desde el desembarco K en la Casa Rosada, más una trepada en el costo de los alimentos que hoy marca 100% y un salario real camino de cumplir cuatro años consecutivos barranca abajo.

Empeñoso, notoriamente en plan campaña, el oficialismo aún sostiene que este año los ingresos de los trabajadores le ganarán a la inflación, es decir, que subirán arriba del 50% promedio. La muy dudosa afirmación luce en principio bastante contradictoria si no falaz cuando, al mismo tiempo, el Gobierno anuncia congelamientos de precios en cadena y mete presión hasta sobre los súper chinos.

Según informes privados basados en datos del INDEC, el resultado verdadero cuenta que contra el pico de noviembre de 2017 el salario real cae un 22% promedio: 17,7% entre los trabajadores registrados, ocupados en blanco y mejor pagos, y 33,3% entre los informales, no registrados o empleados en negro.

Cuando decimos informales decimos arriba de 6 millones de trabajadores que cobran la mitad de los convencionados, sin coberturas sociales ni laborales y, encima, siempre sometidos al riesgo de quedar en la calle como pasó con un tercio de ellos en plena cuarentena. Son, al fin, 6 millones de electores a quienes este 14 de noviembre encuentra contra las cuerdas y vapuleados por la crisis.

Una rareza o ninguna rareza, visto el panorama completo, es la que surge de contrastar el violento crecimiento de los subsidios energéticos con el índice del INDEC que corresponde a la Capital Federal y al GBA, o sea, a la región donde rige el congelamiento o cuasi congelamiento de las tarifas de la electricidad y el gas.

En principio, del lado de los subsidios tenemos un gasto público que de enero 2020 a septiembre 2021, pura temporada K, acumula 1,1 billón de pesos y un aumento del 362%. Del otro lado vemos que pese a la modestísima suba del 11% que marca el capítulo electricidad y gas, el costo de vida dice 91% o apenas dos puntos porcentuales menos que el 93% del índice nacional sin subsidios.

Pregunta de cajón: ¿cómo se explica semejante divergencia?

Pasa allí que junto a las bajísimas cifras que anotan las tarifas pisadas tenemos un revoleo de aumentos que, en los extremos, andan por el 150, el 103 o el 95% y abarcan de todo: desde ropa, alimentos y remedios, hasta equipos para el hogar, educación y bebidas con y sin alcohol. O sea, un zafarrancho de precios en medio del pregón de los precios controlados, máximos, cuidados y súper cerca.

La conclusión que sigue plantea que el congelamiento de la luz y del gas no sólo no funcionó como un ancla para el resto de los precios sino que, además, salió carísimo y derivó en un paquetazo de subsidios indiscriminado e imbancable. Lo que viene será, muy probablemente, aumentos en las tarifas, inflación por otros medios y por los mismos medios y desde luego caída del salario.

En tren de saques descargados sobre las iniciativas oficiales, hay uno a la vista de todo el mundo que sobresale del resto. Muestra que la realidad verdadera, no la que venden algunos funcionarios, está desarticulando el desarticulado teorema según el cual pisar el dólar oficial equivale a pisar los precios o, al menos, a pasarle la guadaña.

Solo por usar una referencia asociada al tiempo electoral, tenemos que desde comienzos de este año el tipo de cambio que regula el Banco Central subió un 19%. Comparado con una inflación del 41,8%, salta una diferencia que puesta en números redondos da 23 puntos porcentuales en diez meses.

Y salta, visiblemente, que este experimento tampoco aportó ningún resultado. O peor: que el atraso creciente del dólar oficial engendró una cadena de paralelos, alternativos, financieros, negros y más o menos blancos, útiles para fugar divisas y ocultar ganancias en ciertos casos y siempre especulativos.

Parientes directas de este desorden son brechas cambiarias que rondan el 90%, desbordan el 100% y en el enredo alimentan malabares con exportaciones e importaciones que acarrean altísimos costos en divisas. Un caso: el superávit comercial que, entre agosto y septiembre, el INDEC cifró en US$ 4.000 millones devino en un ingreso de divisas de US$ 920 millones.

Así anda, agujereado por todas partes, un pronóstico que hasta hace unos meses el Gobierno vendía con sello de ganador y unos cuantos analistas compraban. Decía que el Banco Central tenía reservas suficientes para enfrentar cualquier contingencia cambiaria y salir airoso, en el camino a las PASO y a las elecciones de este domingo.

Nada parecido a eso ocurrió, ostensiblemente. El BCRA remachó el cepo, restringe la venta de divisas a importadores aún a riesgo de que falten insumos, bicicletea cuanto pago puede e inventa trucos sin parar, pero no logra evitar que se le sigan escapando reservas. Con el oro incluido, el stock neto suma hoy unos US$ 5.100 millones y sin el oro, apenas araña 1.600 millones. Y como en diciembre cae un vencimiento con el Fondo Monetario de US$ 1.892 millones, para fin de año las cuentas reales estarán en rojo.

Enfrentado a este cuadro y a quienes agitan las banderas del no pago, Alberto Fernández ha resuelto acelerar las negociaciones con el FMI de modo de llegar a marzo con un acuerdo cerrado. Es que ese mes esperan obligaciones por US$ 2.873 millones con Fondo y US$ 2.000 millones del Club de París durante el primer trimestre y el tanque está vacío.

“Será con aval de Cristina o sin aval de Cristina”, cuentan los que dicen saber que desde el lunes el Presidente empezará a dar señales de autonomía y demostraciones de que él es quien conduce. Entre ellas, mantener y afianzar a Martín Guzmán contra la opinión de la Vicepresidenta.

La gran pregunta es que hará Cristina Kirchner y en qué lugar se pondrá. En palabras de las mismas fuentes, “si aceptará esa manera de integrarse al gobierno, si se mostrará prescindente o si hará de cuenta que no pasa nada y dejará solo a Alberto”.

Y la gran sospecha ancla en la posibilidad de que, aguijoneado por Estados Unidos, el directorio del FMI haya endurecido sus posiciones. Empezando por la brecha cambiaria y por el stock de reservas, esto es, por condiciones asociadas a la deuda que huelen a devaluación.

Pero con Fondo Monetario o sin Fondo Monetario, el verdadero problema será siempre el mismo: la interminable decadencia argentina, estructural, desigual, bajoneante y visible por donde se mire o se quiera mirar.

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