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Creativa y pionera, puerta de entrada a una nueva era

La década del 60 fue, en lo esencial, una potente ráfaga de acontecimientos que permanecen en el inconsciente colectivo. La Humanidad vivió bajo la continua amenaza de una guerra nuclear, pero aun así fue una era luminosa, creativa, de gloriosas rebeldías. Y cambió el mundo tal y cómo se lo conocía hasta entonces. Transcurrió bajo el orden mundial de la Guerra Fría, el estigma de la época, cuya expresión de mayor tirantez fue la crisis de los misiles, un triángulo de altísima tensión entre EE.UU., la URSS y Cuba, gobernada desde 1959 por Fidel Castro, socio de los soviéticos en raudo tránsito hacia un modelo stalinista, que mantuvo al mundo en vilo, al borde de la devastación nuclear, entre el 16 y el 28 de octubre de 1962. Fue por la instalación de una base soviética en la isla con ojivas que apuntaban a suelo estadounidense, a sólo 90 kilómetros del mismo. Kennedy y Khruschev, los dos líderes enfrentados, pisaron el freno a tiempo y el emplazamiento de misiles en la isla de Cuba fue desactivado.

El mayor asombro lo constituyó la llegada del hombre a la Luna. El 20 de julio de 1969 la nave Apolo 11, quinta misión tripulada de su país, se posó en la superficie lunar y al día siguiente los cosmonautas Neil Armstrong y Edwin Buzz Aldrin (ninguno de los dos llegaba a los 40 años) realizaban su histórica caminata, precedida por aquella frase de Armstrong, graduado entonces como héroe interplanetario: “Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad”. El mundo, estremecido, se convirtió en una inmensa teleplatea global. La década había comenzado con otra aventura espacial: el 12 de abril de 1961, el soviético Yuri Gagarin se convertía en el primer hombre en viajar al espacio exterior. En la nave Vostok 1 completaba una vuelta alrededor de la Tierra.

El 20 de julio de 1969 los astronautas estadounidenses del Apolo 11 Neil Armstrong y Edwin Buzz Aldrin se convirtieron en los primeros hombres en pisar la superficie lunar

Una de las pesares más hondos y extendidos fue el asesinato de John F: Kennedy, 35° presidente de EE.UU., el 22 de noviembre de 1963 en las calles de Dallas, Texas. Católico, joven, con semblante de galán, un soplo de aire fresco en el tablero del poder mundial, insinuaba la convicción de superar ideas y políticas viejas, y extinguir la discriminación racial. Fue demasiado para entonces: lo mataron a balazos en una recorrida oficial.

Lee Harvey Oswald, presunto lobo solitario, fue quien le disparó según la controvertida versión oficial. Sólo dos días después fue muerto a quemarropa por Jack Ruby, el dueño de un burdel nocturno, a la vista de todo el mundo cuando la policía trasladaba al acusado a los tribunales. Ruby no mató sólo a un hombre. Enterró una prueba y eliminó un testimonio crucial.

Otros crímenes vinculados a la intolerancia golpearían en la década a la poderosa democracia del Norte: Malcom X (1961), un activista negro volcado al islamismo, de posturas radicalizadas; el pastor pacifista Martín Luther King (1968), aquel de “I have a dream” (Yo tengo un sueño…) y el senador Bob Kennedy (1968), hermano de John, todos abatidos por disparos certeros y profundos resquemores segregacionistas.

John F. Kennedy, su esposa Jaqueline Kennedy y el gobernador de Texas, John Connally, en la limopusine donde sería asesinado el preside de Estados Unidos. Foto: Reuter

JFK, un líder naciente, se iba acribillado y otro, que había conocido la gloria del pasado con rango de estadista eterno en la cruzada contra el nazismo, se apagaba: el 24 de enero de 1965, a los 90 años, moría Winston Churchill, un inglés universal. Por ambos, Occidente se volvería lágrimas y homenajes.

El planeta seguía bajo dogmas económicos irreconciliables. La dinámica del capital y los negocios o la utopía colectivista y la economía central planificada de “las masas proletarias”. En el amanecer del decenio, Berlín, ya parcelada por la Segunda Guerra Mundial, vio levantar la noche del 12 de agosto de 1961, en medio de la ciudad, barricadas con púas y bloques de cemento. Nacía el Muro de Berlín y durante casi 30 años sería un oprobio en la memoria de la Humanidad: al menos dos generaciones de alemanes vivirían la tragedia de la amputación.

Trabajadores en Berlín Oriental, el 15 de agosto de 1961, colocan bloques de cemento dividir las dos alemanias. Nacía el Muro de Berlín. Foto AP

Fue una réplica de lo que ocurría en el resto del mundo. Dos colosos ideológicos (Washington y Moscú) no permitían ningún tipo de interferencias en sus dominios, fuesen externos o internos. La Primavera de Praga (Checoslovaquia, 21 de agosto de 1968) mostró la rebeldía y la resistencia del pueblo checo contra el patronazgo estalinista de Moscú, que debió enviar tropas y tanques para aplastar aquel reclamo libertario y reformista que hizo arder las calles.

Vietnam, con su prolongada guerra, fue otro símbolo penoso de la década, un pantano para la paz mundial: el conflicto se extendería hasta mediados de la década siguiente. Sin conflagraciones universales, era la hora de las guerras sublimadas y las tensiones incesantes en todo el planeta. El calvario de Vietnam, que derrumbaría el mito del poderío invencible norteamericano, fue heredero del conflicto colonial de Indochina, arrastrado desde los años 50 y encabezado entonces por Francia. Dos Vietnam; el norte, comunista; el sur, pro occidental. Detrás de ambos, La URSS, China y EE.UU. La ciudadanía de la mayor potencia occidental nunca terminó de digerir la presencia tan dilatada de sus tropas en tierras lejanas e inhóspitas y la Nación sufría años tras año muertes y daños económicos.

La caza de nazis, aún en fuga luego de su siembra de muerte, sangre y horror, seguía siendo en la década un imperativo moral de la humanidad. El 11 de mayo de 1960, la Inteligencia israelí, el implacable Mossad, desplegaba en Buenos Aires un golpe comando planificado por años, digno del mejor cine, para cazar al criminal Adolf Eichmann, uno de los siniestros organizadores del Holocausto, gestor de la “solución final”. Secuestrado y llevado clandestinamente a Jerusalén, sería juzgado, condenado a la horca por una corte israelita y ejecutado el 31 de mayo de 1962.

El criminal nazi Adolf Eichman durante el juicio en Israel. Había sido cazado por el Mossad en Buenos Aires el 11 de mayo de 1960 y condenado a la horca el 31 de mayo de 1962. Foto: EFE

De la mano de Juan XXIII la Iglesia Católica se renovaba con el Concilio Vaticano II, que tendría lugar desde el 11 de octubre de 1962 hasta el 8 de diciembre de 1965, con Juan XXIII ya muerto (3 de junio de 1963) y sustituido por Pablo VI (21 de junio de 1963). Una década, dos papas. La perspectiva reformista del Concilio apuntó a una mayor cercanía con los pobres, la renovación de la liturgia de las misas (fue el final de las misas en latín), el acercamiento con las demás religiones y la adaptación de la Iglesia a los cambios de época, entre otras cuestiones trascendentes.

La ciencia daba señales de progreso continuo. Además de la conquista de la Luna, uno de sus logros más festejados sería el primer trasplante de corazón, realizado por el cirujano sudafricano Christiaan Barnard, el 3 de diciembre de 1967 en un hospital de Cap Town, Sudáfrica. En 1969 se aplicaba por primera vez una red global de computadoras bajo la supervisión del Departamento de Defensa de Washington, con el objetivo de lograr información secreta y confiable para prevenir ataques nucleares y otras intrigas de la Guerra Fría. Sería el parto de la World Wide Web (www): el mojón cero de lo que se transformaría en Internet.

En tanto, el poder joven hacía bullir al mundo. El Mayo Francés (1968) fue la nave insignia de esa generación contestataria. Originado en una protesta interna de universitarios de Nanterre, al oeste de París, creció hasta ser una revuelta a la que luego se sumarían obreros industriales, sindicatos y terminaría en la más grande huelga general vivida en el país.

Tembló el “régimen”, como llamaban los manifestantes de aquellos días violentos y creativos al gobierno de Charles De Gaulle, uno de los héroes de la Segunda Guerra Mundial, quien tiempo después dejaría para siempre la vida pública. Aquel ventarrón histórico de rebeldías jóvenes pasó, pero dejó su huella y un legado de alegóricos grafitis: la imaginación al poder; hagamos el amor, no la guerra; seamos realistas, pidamos lo imposible; prohibido prohibir; la barricada cierra la calle, pero abre el camino.

Quince meses después, una ruidosa juntada de jóvenes, expresión del pacifismo hippie, iniciado en el amanecer de los 60, hizo cumbre en Woodstock, festival que en las afueras de New York reunió a medio millón de veinteañeros en su gran mayoría, durante tres días (15, 16 y 17 de agosto de 1969), con legendarias bandas de rock, advocaciones a la paz y al amor libre, bajo la sedación de los porros de marihuana flotando en el aire y los espíritus.

John, Paul, George y Ringo. Los Beatles revolucionaron la música y la vida

El mundo giraba también al compás de la música. El estallido de la “beatlemanía”, creación de cuatro jóvenes ingleses de Liverpool (John, Paul, George y Ringo), fue un reguero de sonidos y arte que cautivó a millones y millones por el mundo. Revolucionaron la música y la vida. Su secreto: sabían de música y sabían tocarla y cantarla.

Llevaron sus eléctricos shows por el mundo a partir de su primer disco simple (“Love me do”, 1962) hasta 1966. Después sólo grabaron en estudios. En 1970, por querellas internas sin destino, el grupo se disolvió. Compartieron estrellato y fanáticos con Elvis Presley, un joven de provocadores meneos pélvicos, que había retornado al ruedo después de una pausa por su alistamiento en el ejército de EE.UU. Y hasta con el “twist” (literalmente, girar, retorcer), promovido por Chubby Checker, ritmo de furor efímero.

Marilyn Monroe y un momento que quedó inmortalizado. Su feliz cumpleaños cantado por por John F. Kennedy.

Un clásico sobrevivía a los huracanes de los tiempos modernos: Frank Sinatra “cada día cantaba mejor.” El cine erotizó las pantallas, y a la vez las colmó de talento y gracia, con divas como Sophia Loren, Brigitte Bardot, Elizabeth Taylor o Marilyn Monroe, muerta a los 36 años el 4 de agosto de 1962, por un fatal cóctel de alcohol y barbitúricos. Aquella rubia no sólo pasó a la historia por sus ingenuos y provocadores ronroneos en las películas, también erizó el imaginario varonil por el explosivo saludo (“Happy birthday, Mister President…”) que le dedicó a John Kennedy en su 45° cumpleaños, en el Madison Square Garden de Nueva York, el 19 de mayo de 1962, a menos de tres meses de su noche fatal y del cotilleo sobre sus romances.

El Neorrealismo italiano alcanzaba su furor, con una generación dorada de la gran factoría de Cinecittà. Además de la propia Loren y Gina Lollobrigida, Vittorio De Sica (también director y emblema cultural del cine de todos los tiempos), Alberto Sordi, Vittorio Gassman, Marcelo Mastroianni, Ugo Tognazzi, Nino Manfredi. Fue el inmenso Federico Fellini quien con “La Dolce Vita” (1960) escandalizó cierta moral pacata de la época, pero la película fue bienvenida por la crítica y el público más alejado del cine pasatista. Proyectó al estrellato al propio Mastroianni y a la exuberante bomba sueca Anita Ekberg, con una escena que retrataría para siempre la década: la Ekberg en un voluptuoso paseo dentro de la Fontana di Trevi, en el corazón de la Roma histórica.

El escocés Sean Connery consagraría en la pantalla un personaje literario de Ian Fleming: “Bond, my name is Bond, James Bond”, el espía de su Majestad Británica “con licencia para matar”: el agente 007. En 1962 iniciaba la saga con “El Satánico Doctor No”, de fulminante suceso, que llevaría a Connery a ser el más celebrado de los Bond.

El primera James Bond: Sean Connery , con El Satánico Doctor No, en 1962.

Al promediar el decenio, la melancolía impregnó los corazones de los fans de sus queribles marionetas animadas: Walt Disney, el fabricante de sueños, mojón ineludible en la industria del entretenimiento y las infancias felices, fallecía el 15 de diciembre de 1966, a los 65 años.

La literatura daba la bienvenida al boom de la narrativa latinoamericana, que Gabriel García Márquez engalanó con la épica alucinante de los Buendía, en “Cien Años de Soledad”. Aquello fue un supersónico éxito editorial, lanzado en Buenos Aires (1967). Su estrellato había sido precedido, sobre todo, por Julio Cortázar con su innovadora “Rayuela” (1963) y la Historia de Cronopios y Famas (1962).

Más allá de los hechos puntuales, fue sobre todo la década en la cual las clases medias dieron en Occidente un salto en su calificación laboral, ingresaron masivamente al mercado del consumo, modernizaron sus hogares y mejoraron los estándares de vida. La invención de “la píldora”, una grajea anticonceptiva (autorizada como tal por la Administración Federal de Alimentos y Medicamentos de EE.UU. el 23 de junio de 1962), permitió a la mujer planificar su vida familiar, disfrutar del sexo sin atender el mandato ancestral de la procreación y, sobre todo, salir de su casa en busca de horizontes de progreso, emancipación, productividad social y gratificación personal.

En el decenio, la Argentina seguía dividida en peronismo y antiperonismo: se partieron el país, la sociedad y las familias. Hubo gobiernos con democracias devaluadas o de baja intensidad (Frondizi, Guido, Illia, todos de origen radical) y a partir de 1966, las FF.AA. asaltaron formalmente el poder, No lo dejarían hasta la década siguiente, en 1973. En este ciclo presidieron el país los dictadores Onganía, Levingston y Lanusse. El 29 de julio de 1966, Onganía entraría a saco, como las hordas bárbaras en la Roma antigua, en cinco facultades de la UBA y arrasaría a machetazo limpio la autonomía universitaria: fue “La Noche de los Bastones Largos”, la expulsión de las mejores inteligencias argentinas.

La Facultad de Ciencias Exactas, el día después de “La noche de los bastones largos”.

La fuerte represión social, la obligada parálisis de las instituciones democráticas, la extendida censura y el cercenamiento de derechos ciudadanos generaron una gradual resistencia, cuya expresión mayor y más recordada, entre otras revueltas que sacudieron el país, fue el Cordobazo, una insurrección de estudiantes, obreros y sindicatos en Córdoba, el 29 de mayo de 1969.

El emblema máximo de esa generación seducida por la rebeldía armada fue el Che Guevara, quien quiso exportar por el mundo la Revolución Cubana, de la fue factótum junto a Fidel Castro, en nombre del “internacionalismo proletario” y de las masas campesinas. Denunciado por aldeanos bolivianos en la localidad de La Higuera, sería ejecutado el 8 de octubre de 1967.

La televisión profundizaba el cambio de las rutinas familiares. Inaugurada en 1951, en un acto oficial del 17 de octubre por el Canal 7, en manos del Estado, recién al comenzar los 60 tendría la compañía de licenciatarios privados. Surgieron Canal 9 (9 de junio de 1960); Canal 13 (1 de octubre de 1960); Canal 11; (21 de julio de 1961) y Canal 2 de La Plata (25 de junio de 1966). Era TV “en vivo”, incluso los avisos comerciales, que lanzarían al ruedo a una generación de locutores que venían de la radio, a quienes el público llevaría al estrellato. Los más notables: Pinky, la gran diva del género, y Cacho Fontana, la voz inigualable.

Aquella tele instalaría en el gusto popular recordadas puestas, como La Familia Falcón (1962-1969), con sus tertulias cotidianas propias de los contratiempos de la clase media porteña. Hacia el fin de la década (1969), Los Campanelli, otro tipo de familia, representaba la inmigración italiana: con excesos de afecto, comida y decires, honraba las comilonas domingueras. También imantaron la audiencia las Obras Maestras del Terror, de Narciso Ibáñez Menta, un maestro del género quien, con sus caracterizaciones y máscaras escalofriantes, dignas de Hollywood, lograba escenas que paralizaban los corazones.

Con los Sábados Circulares de Pipo Mancera (1962) se inauguraba la “TV ómnibus”, con más de seis horas de duración y ratings estratosféricos. La comicidad fue uno de los puntos más altos de aquel tiempo. Viendo a Biondi, una galería de personajes desopilantes creados por Pepe Biondi, llegó a superar los 60 puntos de rating. En el rubro brilló fuerte el espontáneo desparpajo de Alberto Olmedo con su coequiper “Coquito” (Humberto Ortiz) en “El Capitán” Piluso”, una ventana para la infancia con su momento estelar: una voz en off que avisaba el tiempo de la merienda (“Pilusooo, la leche”). También hicieron época las funciones “de lucha” de la troupe de Martín Karadagian: Titanes en el Ring fue un hallazgo que deslumbraría a públicos de todos los segmentos etarios, en particular a los más chicos.

Con una peluca, anteojos de diseño inusual para la época, un habano y un teléfono para “hablar” con el presidente de turno, Tato Bores se llevó las palmas de aquel tiempo con monólogos filosos y tan certeros que muchos de ellos conservan hoy una rabiosa actualidad. Hizo brillar su humor político y no retrocedió cuando la censura oscurecía las mentes de los argentinos hasta convertirse en el Actor Cómico de la Nación. Un indispensable.

Mirtha Legrand tuvo su primer almuerzo en TV en 1968.

Amanecían los Almuerzos de Mirtha Legrand, primero como Almorzando con las Estrellas (3 de junio de 1968), en Canal 9. Y los teleteatros eran furor, con guiones de notables: Nené Cascallar, Abel Santa Cruz y Alberto Migré, hacedores de grandes éxitos. También asomaba Matrimonios y Algo más (1967), de Hugo Moser, el creador de La Familia Falcon, divertidos cuadros costumbristas que rozaban con picardía la erótica cotidiana. Los más jóvenes, de entre 10 y 20 años, arrastraron de a poco a los mayores a sintonizar los sábados a la noche El Club del Clan, cancionero de hits simplones pero pegadizos. Se los llamó “la nueva ola” y el ciclo fue emitido por primera vez el 10 de noviembre de 1962. Fue un fenómeno que disparó el rating por las nubes. Sus protagonistas, Palito Ortega, Chico Novarro, Raúl Lavié, Violeta Rivas, Johnny Tedesco y otros, supieron hechizar a una generación que los haría ídolos de multitudes y trampolín de sus carreras individuales.

Astor Piazzolla y María Elena Walsh cambiarían con su arte transgresor los paradigmas de la música, el canto y la poesía. Sin desterrarlo, Astor inventaría “otro tango”, distante del estereotipo del farol y el compadrito con añoranzas del arrabal. Haría sonar a puro bandoneón otro tango, más dinámico y futurista. En el arranque de los 60, la Walsh fue pionera en tomarse a los chicos en serio y editaba las primeras fantasías para la gente menuda, con Tutú Marambá. A esos asombros infantiles les iría sumando reflexiones para los adultos. Una juglar mayúscula reeducaba así a dos y más generaciones, sin dejar de invitar al piberío a ejercer el pensamiento, la creatividad, al juego de ayer y de siempre. En 1963, en el musical Doña Disparate y Bambuco crearía una estrella con destino de mito: Manuelita, la tortuga del amor desdichado.

Quino y Mafalda, su genial creació que apareció por primera vez en el semanario Primera Plana el 29 de septiembre de 1964. Foto: AFP

Aquellos años tuvieron, además, una singular heroína de tinta y papel. Una nena irreverente, con reflexiones propias de una adulta en rebeldía con el mundo que le tocó vivir, aparecería con su energía objetora en la vida de los argentinos de la mano de Quino, su padre creador, un talento vernáculo que traspasó fronteras y llevó a Mafalda, su criatura más estelar, de paseo por el mundo. El personaje, con berrinches por su asco a la sopa, y sus obsesiones ante el “peligro amarillo” (por la emergente China de Mao), aparecería por primera vez en el semanario Primera Plana el 29 de septiembre de 1964.

Los explosivos, creativos, insurgentes, luminosos 60, fueron también en Argentina una década como la que cuesta encontrar otra. Se la podría asociar a un poema de la neoyorquina Louise Glück, Nobel de Literatura 2020, cuando nos dice aquello de “miramos el mundo una vez, en la infancia. El resto son recuerdos.” Si lo sabrán quienes atravesaron la niñez y la adolescencia en aquellos lejanos días de glorias y desencantos irrepetibles.

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