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Mundos íntimos. Ahora los hombres decimos “estamos embarazados”. ¿Por qué queremos ser parte de ese cuerpo que se transforma?

Todavía no eran las cuatro de la mañana cuando mi esposa fue al baño, algo que había empezado a considerar normal desde hacía casi nueve meses. Me refiero a la hora y su objetivo: hacer pis: hacía rato que su vejiga no tenía todo el espacio que alguna vez había tenido en su cuerpo. De vuelta en la habitación me dijo que creía que se le había salido el tapón mucoso. Fui a ver y opiné que podía ser. A esa hora, ese sábado 1 de mayo, la partera nos confirmó vía WhastApp que era probable que hubiéramos entrado en trabajo de parto.

¿Hubiéramos? Sí, bueno, me explico: estábamos embarazados. Qué fácil, se me puede achacar, estar “embarazado” cuando el cuerpo lo pone alguien más. Cuando la piel, que se estira más de lo imaginable, es la de alguien más. Cuando las ecografías y los pinchazos son la única forma de comunicación con un corazón que no es el propio pero que está muy cerca, más cerca de lo que nunca estuvo uno antes. Cuando una episiotomía o la hipoxia son opciones para dejar de ser conceptos en un manual de biología. Sí, así es muy fácil decir que estábamos embarazados.

De a dos. Así vivieron Marcos Núñez y su esposa los nueve meses y por eso siempre hablaban en plural.

Pero llegar a ese punto fue un tránsito compartido. Juntos lo deseamos, primero, y lo buscamos, después. De a dos. Es decir, dos deseos que eran uno. Pero un deseo es una abstracción, algo intangible e inmaterial, y lo único que durante todo el embarazo era tangible y material era el cuerpo de mi esposa que fabricaba los huesos que abultaban su vientre.

Porque llegó un momento en que la panza tomó el cuerpo y yo no sabía si estaba dentro o fuera del embarazo. ¿Estábamos embarazados? Ciertamente, estaba más pendiente de ella; me recogía en la cama para darle más espacio; salía a la madrugada a conseguirle un antiácido a la farmacia de turno; asistía al curso de preparto al lado de ella frente a la PC; me apuraba a terminar el cielorraso de la pieza y a pintar las paredes y, en general, preparábamos el mundo al que iba a llegar Irina. Ergo, estábamos embarazados. Más allá de que no hubiera un rebote físico en mi cuerpo. Más allá de que estar embarazada fuera, en algún punto, una experiencia de desolación.

Pero aunque me jactaba de mi buena memoria, solo ella se acordaba todas las noches de tomar la pastilla del ácido fólico y, más adelante, se las ingeniaba para pasar la píldora de hierro que tenía el tamaño de una aceituna. Y después la vitamina D. Y después la pastilla de la presión. Entonces, ¿además de no estar embarazado tampoco tenía buena memoria? Es mejor no enfrentarse a más de un problema a la vez, recuerdo que pensé.

No sólo no era mi cuerpo el que se estaba deformando sino que tampoco tenía que meterme todos esos medicamentos. Bajo esas circunstancias, ¿podía seguir sosteniendo que estábamos embarazados? Había veces que me sentía más parte que otras, como cuando la bebé no se movía en la panza y mi esposa se angustiaba y me pedía que le hablara, entonces yo le decía algo, alguna pavada, y ponía la mano en la panza esperando una respuesta que llegaba en forma de patada, codazo o cabezazo, quién sabe.

Pero durante todo ese tiempo había sobre todo un momento en que nuestra condición de embarazados se volvía una certeza, una verdad irrefutable y era cuando ella se lo contaba a alguien más: estamos embarazados, decía. Su palabra era la única verdad. Y, se sabe, no hay que contradecir a una embarazada.

***

​ Quedamos embarazados en agosto de 2020. Todos los médicos dicen que buscar durante un año es lo más natural y que angustiarse y gastar plata en tests no vale la pena. Pero como pasaron los primeros meses y no tuvimos novedades, nos angustiamos y gastamos plata en tests.

Por esos días trabajaba en una ferretería y no me hacía gracia mover todas las latas de pinturas a una estantería para volver a ponerlas en el mismo lugar un día después. O repasar los estantes de los bártulos que nunca nadie compraba para remover la tierra acumulada por años.

Por eso, la tarde que me llamaron para trabajar en un diario local no lo dudé: acepté y poco después dejé la ferretería y, poco después, quedamos embarazados.

Pasó algún tiempo hasta que maduré la idea de que esa decisión no sólo había tenido consecuencia en mi vida laboral, naturalmente, sino también en mi vida personal. Creo que era lo que necesitaba para alinear psiquis y cuerpo. En general, es la mujer la primera -y única- que se cuestiona cuando no queda embarazada y busca razones para explicarlo. Para mí no fue una tragedia pensarlo ni una herida a mi virilidad creer que podía ser cierto. Que yo tenía la culpa o que tenía un problema o que, cuanto menos, tenía que resolver algo que me afectaba y que me impedía quedar embarazado.

A cuatro meses de empezar a buscarlo, una madrugada de lluvia y viento espantoso, ella, su cuerpo, el cuerpo de siempre, se levantó al baño y juntó pis en el contenedor plástico que la noche anterior había sacado de la caja y dejado sobre el lavatorio. Después hundió el test en la muestra de orina y volvió a la cama, donde ya estaba el perro, que siempre le había tenido miedo a los truenos y que se había colado en la habitación un instante después de que la puerta se abrió.

Yo me había quedado quieto, aunque no estaba dormido, porque había aprendido a darle espacio y sacarle presión para ejecutar ese acto que se había convertido en un ritual a esa altura del mes. Hacía pocos días había cumplido 32, para algo tenían que servirme, pensaba.

Como sonámbula, se metió entre las sábanas y tironeó; el perro se quejó y pareció que sólo pasó un instante hasta que el aire se volvió a agitar en la habitación. Lo próximo fue su grito, o su llamado, o su llanto, o una mezcla de todo eso que me hizo saltar de la cama más que cualquier trueno. Había dos rayitas: la segunda, la que nunca antes habíamos visto, era tenue, estaba casi borrada, pero el prospecto aseguraba que eso podía pasar y que no dejaban de ser dos rayitas. En la cama, de nuevo, nos abrazamos y hasta quizá lloramos, pero no podíamos saberlo porque todavía estaba oscuro esa madrugada de domingo de finales de agosto.

No volvimos a dormir, como era de suponer, y poco a poco la claridad fue desnudando los relieves de una habitación, de una cama más bien, en la que latían cuatro corazones. Desde ese instante, me pregunté, ¿habría empezado a ser padre? ¿O tenía que esperar nueve meses para serlo?

En algún punto, por más que uno se haga a la idea, se prepare y actúe en consecuencia, ser padre es algo repentino. Sucede. Sucede en el momento en que camina a la habitación de hospital con la criatura en brazos mientras en otra habitación están cosiéndole el útero a la madre. Sucede mientras no sabe muy bien cómo agarrarla ni qué hacer y, como empujado desde un abismo, empieza a hablarle y a decirle que nunca le va a faltar nada mientras viva y a desearle días felices.

***

Ese 1 de mayo, bromeamos en la intimidad, Irina hizo trabajar a todo el mundo. Empezando por el playero de la estación de servicio, que camino al hospital nos cargó nafta mientras mi esposa tenía contracciones en el asiento de adelante: nos habían dado muchos consejos pero ninguno sobre tener siempre el tanque lleno luego de la semana 38. Después mi memoria se fragmenta: lleno formularios, una sala de partos más pequeña de lo que imaginaba, Irina no baja por el canal de parto porque está deflexionada, hablamos de la cesárea, vuelvo a la recepción a llenar formularios, la sala de partos vacía ahora me parece inmensa, me cambio para ingresar al quirófano, un ascensor y un pasillo y una espera que duró casi lo que el embarazo, “todo lo que es color verde está esterilizado, no lo podés tocar”. Y finalmente mi esposa. Y finalmente Irina.

Si hasta entonces no había sentido en el cuerpo el tránsito de un embarazo, en las dos semanas que siguieron al nacimiento de Irina algo cambió. Sin proponérmelo, y a pesar del limitado espacio por el que me movía -una casa con una habitación-, bajé cinco kilos. Cinco kilos que perdí en las noches maldormidos o quizás en el aprendizaje que fue colocar bien los pañales o en la dedicación con la que limpiaba y vendaba la cicatriz de la cesárea o en la práctica muchas veces fallida de soltar el cuerpo blando de Irina en la cama sin despertarla.

Desde aquel sábado 1 de mayo todo esos rituales empezaron a ganar terreno y a desplazar, claro, otras cosas. No fue difícil hacerme a la idea de que ser padre es cambiar de hábitos. Y, no voy a mentir: el reinado de la teta, al principio, abruma. Me sentía inútil frente a todo lo que hacía mi esposa en el acto de amamantar.

No solamente la alimentaba sino que saciaba la sed, dos cosas bien distintas; además le daba el calor que no le daban otros brazos; la acunaba y la dormía mejor que cualquier canción de cuna; y le transmitía, también, la tranquilidad de no saberse sola. Si antes no me había cuestionado que habíamos estado “embarazados”, en ese momento empecé a dudar del papel que debía desempeñar con mi hija de este lado de las cosas. Nada la ligaba a Irina a mí más que sus estancias fugaces entre mis manos.

Instintivamente, busqué instancias para conectar. Casi rabiosamente, al principio le cambiaba los pañales de manera exclusiva: mi esposa podía ser la señora de la teta y yo, el señor de los pañales. Defendía ese momento como una trinchera, estuviéramos donde estuviéramos. Después, naturalmente, fui cediendo. Cada etapa exige que sepamos el lugar que debemos ocupar.

***

​ Irina todavía no camina pero hoy pisa los seis meses. En este tiempo pasó algo que me hizo sentir un mal padre. No fue una distracción ni un olvido y tampoco hubo que lamentar heridos. Todo lo mal padre que me sentí fue a través de una lectura, un cuento más precisamente. Me refiero a “Volando”, un relato del genial Stephen Dixon, un escritor estadounidense que murió hace muy poquito. En el cuento una niña y su padre están en un avión; ella juega con una manija y él la persuade para que deje de hacerlo. Repentinamente, la niña gira la manija, abre la puerta del avión y se arroja al vacío. Su padre, aturdido por lo que acaba de pasar, se lo piensa un momento y toma la decisión de arrojarse tras la niña. Luego, en algún momento de la caída, la alcanza y la toma de la mano y planean a la deriva.

No obstante el absurdo que propone el relato, lo inverosímil de la situación, no creí que el padre se fuera a arrojar tras la niña. Por eso, cuando tomó la determinación de tirarse, me asaltó la angustia y la triste convicción de que no era un buen padre porque en su lugar yo no hubiera saltado. ¿Cómo no era esa una posibilidad? ¿Podía, un cuento, decir más sobre mi paternidad que la vida misma? ¿Puedo preguntarle a Irina qué clase de padre soy después de seis meses?

Había escuchado historias de padres que olvidan los turnos con la pediatra, padres a los que se les cae la criatura de los brazos, incluso historias de padres que pierden a sus hijos en el supermercado. Y nada de eso me había pasado pero me sentí, por un momento, el peor de todos.

Un poco menos mal me hizo sentir días atrás. La había dejado en la alfombra de goma que desplegamos en el living de la casa; sus cosas, lenta pero sostenidamente, habían ido tomando toda la casa. La miré y me miró. Le sonreí y sonrió. Y caminé hasta la cocina para calentar agua. Cuando deshice los ocho o nueve pasos que había hecho para preparar el mate, ella había rodado hasta colocar la mitad del cuerpo debajo del sillón. Una escena que es un cliché. Pero me sirvió para pensar que tener un hijo es un poco eso, no encontrar las cosas donde las habías dejado. Todo el tiempo.

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Marcos Núñez. Estudió periodismo en la UNLP y desde 2017 es profesor de escritura en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social. Francamente, dice, le gusta más leer que escribir. Y sin embargo escribe. Reseñó libros para El Día y trabajó en el diario Hoy de La Plata, y publicó crónicas en medios como Brando y Relatto.com. Recibió premios por los cuentos “Baltazar”, “El señuelo”, “Fotos viejas” y “Los monigotes” y este 2021 publicó “Novedades de Katmandú”, novela seleccionada por la Secretaría de Arte y Cultura de la Universidad Nacional de La Plata en la convocatoria PAR. Nació en La Plata en 1988. Marcos es papá de Irina y esposo de Natalia.

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