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La nueva historia de Marcelo Birmajer: El milagro

Tantas veces me gustaría tener la seguridad de Somerset Maugham para empezar un cuento. No en todos los cuentos. Pero sí en éste. Paradójicamente la primera escena inspiradora que me viene a la memoria es al final (y yo necesito un arranque) de su relato Huellas en la jungla.

En esa viñeta, Maugham revela que reconoce a una pareja de asesinos, hombre y mujer: 35 años atrás, mataron juntos al marido de ella. Se las arreglaron para salir indemnes, libres de culpa y cargo. Y continuaron juntos, como pareja, el resto de sus vidas.

Observando a los homicidas ya más que sexagenarios, el gran escritor inglés nos comparte su pasmo: ¿cómo puede ser que aquellos dos rostros apacibles, gastados, sonrientes, jugando mansamente al bridge, 35 años atrás, devotos de una pasión maligna, asesinaran despiadadamente a un hombre?

El modo leve y casual en que Maugham se hace la pregunta es más elegante e impactante que cualquier intento mío por reflejarlo. Otra paradoja es que en la historia que me contó Gubardo pasa exactamente lo contrario. Un rostro sexagenario se vuelve terso y fresco, quizás maligno.

Todo comienza en una post luna de miel. Un matrimonio que ha durado treinta y cinco años, decide festejar su amor, su permanencia. El rostro de Gubardo cuando me cuenta su historia sí podría ser el del protagonista del relato de Maugham, sin el aura ominosa del homicidio pasado.

Sólo Maugham podría explicar la diferencia entre uno y otro rostro. Imperceptible para los legos como yo. Como me dijo Carmen Balcells: el punto de vista es el tesoro de un escritor. ¿Cuál es mi punto de vista? El de un miope.

Gubardo me describe, en el inicio, la dulzura de esa decisión conjunta: el viaje a una isla de los mares del sur. Ni siquiera sé cuáles son los mares del sur. He leído a las obras completas de Maugham y de Stevenson, y aún no sé cuáles son los mares del sur.

Tampoco podría ubicar en el espacio los cuentos de Jack London, en la nieve y con los perros de los trineos. ¿Dónde ocurren? Ni idea: mi punto de vista. Así nunca voy a llegar a ningún lado.

Acá estoy, escuchando a Gubardo. En lo único que me parezco al narrador que era Maugham es en que yo también conocí a Gubardo y su esposa sexagenarios. Se casaron, me informa, a los 25 años. Para este viaje han dispuesto de los ahorros de toda una vida. Yo los ubico arbitrariamente en Hawai. ¿O en Tahití? Tampoco sé dónde queda Tahití.

Un viaje en avión y otro en barco, ambos maravillosos. Dulzura y discreta sensualidad en los traslados. Arrumacos y risas. Alcohol moderado e intercambio de recuerdos. Una pareja en su plenitud: atrás quedaron los conflictos, los apremios, los malentendidos y las insatisfacciones. Están dispuestos, como sus ahorros, a disfrutarse íntegramente.

También este afecto lo han ahorrado durante toda su vida. Todos aquellos momentos, a lo largo de treinta y cinco años de casados, desaprovechados en peleas, en distracciones, en hastíos, ahora revierten en un tesoro tan importante como el punto de vista maduro: la posibilidad de disfrutarse el uno al otro como hombre y mujer.

Están medianamente sanos, aún se quieren, saben inventar misterios cada uno en el otro.

Se hospedan en un hotel paradisíaco, en uno de esos Hilton que Conny le manda promocionar a Don Draper en Mad Men, a pasos del mar. La atención es monárquica. Los camareros y las camareras son espigados, agradables y amables. Las comidas, tropicales. El ananá, el mango, frutos desconocidos, langostinos del tamaño de langostas y langostas frescas. Alcoholes afrodisíacos.

En una de las excursiones, los llevan hasta una antigua aldea, poblada solo por nativos, que viven de la caza y de la pesca, apenas si hay una proveeduría con electricidad; el resto permanece igual que hace siglos.

Gubardo y Mariela, su esposa, pasarán la noche allí. Hay pocas parejas más: un matrimonio de hombre y mujer asiáticos, probablemente chino; dos hombres y otro matrimonio de recién casados. Algún transeúnte occidental pasa por allí, veleros que van y vienen. El clima es óptimo.

Cuando cae la noche, frente a la confortable choza de Gubardo y Mariela aparece una hechicera. Es una mujer extrañamente bella. No es joven y posee un atractivo natural extemporáneo. Les explica que por medio de un brebaje y un ungüento aplicable puede regresarlos a sus 20 años. Serán nuevamente veinteañeros. Gubardo prefiere rechazarla, pero Mariela quiere probar.

Gubardo, enamorado y protector, le ofrece a su esposa entonces hacerlo juntos. Pero Mariela replica que Gubardo le gusta así, maduro, mientras que ella anhela recuperar los rasgos y formas de sus veinte años. Será una luna de miel postrera inimaginablemente mejor de lo que habían pensado. Gubardo acepta.

La hechicera les cobra en dólares y pregunta, sugerente, si quieren que ella se quede cuando surta efecto el prodigio. Mira intensamente a Gubardo. Ambos le responden espontáneamente que puede marcharse.

Apenas se retira la hechicera, Mariela, delante de Gubardo, muta en ella misma a los 20 años. Su belleza deslumbra, su candor magnetiza, sus promontorios y curvas enloquecen. Gubardo se pregunta si quizás no han cometido un error.

Pero pueden más sus deseos y le recita las inmortales palabras de Shakespeare sobre Cleopatra: “La edad no puede marchitarla, ni la costumbre debilitar la variedad infinita que hay en ella. Las demás mujeres sacian los apetitos a que dan pasto; pero ella, cuanto más satisface el hambre, más la despierta”.

Mariela quiere darse un baño de mar, acicalarse y vestirse para la ocasión: ofrecerle a Gubardo la noche perfecta. Gubardo la aguarda en la choza y ella no regresa. Ya no regresará.

Estamos de nuevo en el bar de Buenos Aires, dos hombres solos: Gubardo de 65 años, yo diez años menos. El paraíso tahitiano que acaba de desplegar ha desaparecido, dejando una estela de texturas, colores y aromas imposibles.

– Dos días sin saber de ella- explica Gubardo-. Me detuvo la policía del lugar. Tuve que pagar una fianza para poder volver a la Argentina y aún así quedé bajo vigilancia de Interpol. Mariela apareció una semana después, en casa, como si no hubiera pasado nada.

– ¿Con cuántos años? -pregunté, estúpidamente.

– 63 -me informó Gubardo, como si mi pregunta no tuviera nada de estúpida.

– Sus veinte años -musitó-. Prefirió usarlos en otra parte, no conmigo.

Hizo una pausa en la que pensé que se moriría, pero agregó: – Yo la conocí a los 25.

– ¿Y ahora…?- me escuché preguntar-. ¿Cómo sigue?.

– Quiero regresar al lugar -dijo sin convicción-. Solo.

Gubardo pidió otro de lo que fuera que estaba tomando. Respiró hondo y me consultó: – ¿Cuál es el antónimo de la palabra milagro?

Me tomé unos minutos antes de confesar mi ignorancia.

– Si existe, no lo conozco -declaré.

– La vida -sentenció Gubardo-. La vida es el antónimo de un milagro.

Por algún motivo, no me atreví a cerrar su testimonio con esa frase. Aún busco una sentencia menos amarga para este final. Pero no se me ocurre. Seguramente Maugham, paradójicamente, con su rostro de tortuga cínica, hubiera encontrando la frase precisa.

WD

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