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Los recuerdos de Roberto Canessa a 50 años de la Tragedia de los Andes: “No volvimos a ser los mismos”

El médico Roberto Canessa tenía 19 años cuando el 13 de octubre de 1972 un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya que llevaba al equipo de rugby Old Christians –y muchos de los amigos y familiares de los jugadores– se estrelló en la cordillera de los Andes. De las 45 personas a bordo, Canessa se convirtió en uno de los 16 supervivientes y esa experiencia límite entre la vida y la muerte se transformó en un catalizador para el resto de su vida.

Hace seis años, el cardiólogo infantil y también orador motivacional publicó el libro “Tenía que sobrevivir” (Ed. Atria), en el que recuerda el accidente del avión FAU 571, que comenzó a descender demasiado pronto camino al Aeropuerto de Pudahuel de Chile y chocó contra una montaña a 3570 m.s.n.m., del que fueron rescatados 72 días después.

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Roberto Canessa es abrazado por el ex entrenador del equipo Old Christians, Carlos Verginella.

También fue uno de los primeros que “rompió el tabú” y sugirió alimentarse de la carne de los fallecidos tras la caída de la aeronave, uno de los hechos que la gente asocia a esta tragedia. Canessa ha trazado un paralelismo entre las decisiones difíciles que debió tomar junto a los otros sobrevivientes y el tratamiento de cardiopatías congénitas complejas a niños recién nacidos y en gestación.

El recuerdo en de Roberto Canessa en 15 frases

“Me atrapó la idea de que iba a morir. Me aferré a mi asiento con tanta fuerza que arranqué trozos de tela con mis propias manos. Inclinando la cabeza, esperé el golpe final que me enviaría al olvido. Pero no sucedió (…). Todavía estaba respirando. ¡Estaba vivo!

“El aire estaba lleno de gemidos y gritos de los heridos, junto con el olor del combustible. El avión estaba abierto de par en par, su fuselaje estaba destrozado y le faltaba la sección de la cola. Había montañas a nuestro alrededor donde debería haber estado el resto del avión y una ventisca estaba apartando todo a su paso, azotándonos con frío”.

“Me volteé y vi a mi viejo amigo Gustavo Zerbino, como yo, estudiante de medicina. Me miró como diciendo: ‘¡Tú también estás vivo!’ (…) Trepamos a través de los restos retorcidos y destrozados del avión. Muchos habían perdido la vida. Otros quedaron horriblemente mutilados y heridos“.

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“Hasta ese momento, mis amigos y yo habíamos estado viviendo en un universo predecible y privilegiado: nos estábamos formando para ser abogados, ingenieros, arquitectos. Nuestro equipo de rugby había alquilado el turbohélice de 45 plazas para llevarnos, con nuestras familias y aficionados, a un partido en Santiago de Chile. Éramos jóvenes, sanos y felices. Pero en una fracción de segundo todas nuestras expectativas se habían desmoronado. Nos habían arrojado a un limbo espantoso“.

“A pesar de nuestro dolor y conmoción, no nos desesperamos. Aunque no teníamos contacto por radio ni teléfono, creíamos que nuestro rescate era inminente. Las autoridades chilenas sabían antes de que el avión perdiera contacto que estábamos en las faldas de su país (…). Juntamos toda la comida que pudimos encontrar. Había muy poco pero lo racionamos por igual y compartimos la ropa en el equipaje entre nosotros”.

Pero la ayuda no llegó ese día, ni al siguiente, ni al siguiente. Nos mentimos a nosotros mismos, para decepcionarnos lentamente”.

“De las 45 personas a bordo, 12 habían muerto en el accidente y seis más en los días siguientes. Eso nos dejó a 27 de nosotros, acurrucados dentro de la cabina. Pero ya no éramos de este mundo, nos habíamos convertido en criaturas de otro planeta“.

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“Nuestro objetivo común era sobrevivir, pero lo que nos faltaba era comida. Hacía tiempo que nos habíamos quedado sin las reservas y no había vegetación ni vida animal que encontrar. (…) Sabíamos la respuesta, pero era demasiado terrible para contemplarla“.

“Las palabras que varios de nosotros, incluido yo, habíamos dicho en voz alta después del accidente volvieron a mí: que si moríamos, el resto podría usar nuestros cuerpos para sobrevivir“.

“Ahora, como médico, no puedo evitar asociar ese evento, usar un cadáver para seguir viviendo, con algo que se realizaría en todo el mundo en las próximas décadas: los trasplantes de órganos y tejidos“.

Nosotros fuimos los que rompimos el tabú. Pero el mundo lo rompería con nosotros en los próximos años, ya que lo que alguna vez se consideró extraño se convirtió en una nueva forma de honrar a los muertos”.

Nunca volvimos a ser los mismos. (…) Cuatro de nosotros, Gustavo, Fito Strauch, mi querido amigo Daniel Maspons y yo, todos con una navaja o un trozo de vidrio en la mano, cortando con cuidado las ropas de un cuerpo cuyo rostro no podíamos mirar. Dejamos las finas tiras de carne congelada a un lado sobre una hoja de metal. Cada uno de nosotros finalmente comió su parte cuando pudo soportarlo“.

“Los que salimos ilesos formamos grupos de reconocimiento y nos aventuramos en el traicionero paisaje; en parte para buscar una salida, en parte simplemente para evitar volvernos locos“.

El 13 de octubre de 1972 se estrelló un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya en la Cordillera de los Andes

“Una noche, la peor de mi vida, perdimos ocho amigos más, junto con todo lo que habíamos logrado construir: hamacas para los heridos, la ropa que llevábamos puesta, los ponchos y las frazadas que habíamos hecho con las fundas de los asientos”.

“Nuestra única esperanza de supervivencia era que algunos de nosotros hiciéramos un peligroso viaje hacia lo desconocido”.

“El 8 de diciembre escuchamos en nuestra radio que se había restablecido la búsqueda. Incluso si solo era una misión para recuperar nuestros cuerpos, no nos habían olvidado”.

*Adaptado del libro Tuve que sobrevivir: cómo un accidente aéreo en los Andes inspiró mi vocación para salvar vidas.

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