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Mundos íntimos. ¿Ser mujer significa ocuparse de todo, pensar en los demás y, además, estar feliz en el intento?

De qué se trata el éxito? ¿Cuál es el precio que estamos dispuestas a pagar para: “ser felices” o aceptadas? ¿Podemos cumplir con las expectativas ajenas y al mismo tiempo, responder a nuestros deseos más profundos? ¿Se trata de abarcarlo todo sin apretar demasiado? No, se trata de ser lo que se supone que es “ser una mujer con todas las letras”. Por lo menos para mí: una mujer de más de cuarenta, criada en el siglo XX.

Yo era muy joven cuando detecté en la biblioteca de casa algo nuevo que me llamó la atención. Recuerdo el lomo de un libro vistoso: naranja, negro y blanco. No sabía cuándo había llegado. Obviamente lo compró mi madre: “¿Cómo ser mujer y no morir en el intento?”. Lo vi tantas veces y siempre pensaba lo mismo: ¿cómo ser mujer?, ¿por qué se preguntará eso? Si es algo que viene dado. ¿Hay maneras de ser mujer? Sí, hay maneras. E inocentemente suponía que en todas las casas se debería enseñar más o menos igual. Las variaciones seguramente vendrían por el origen cultural de cada familia.

De chiquita. Gisselle Avignone en la playa White Rock, Canadá, cuando todos los sueños aún se estaban por cumplir.

Volviendo al título, ¿qué riesgo de morir podía haber en ese intento? Es más, ¿por qué se habla de intento? Ni siquiera lo sacaba para leer porque me parecía que seguramente sería una sátira, o una exageración como la del título. Aunque hoy, a la distancia, pienso que el motivo tal vez era es mucho más profundo. Yo prefería seguir leyendo otras cosas.

Un día lo saqué por curiosidad. En el dibujo de la portada había una mujer vestida con saco sastre gris; pollera ajustada, medias y tacos altos negros. Miraba el reloj resoplando, evidentemente corría, cargaba en una mano la bolsa de compras llena hasta el tope; debajo de la axila un portafolio que iba perdiendo papeles por el aire, y sus ojos estaban abiertos de par en par; bien maquillada eso sí: “antes muerta que sencilla”. Casualmente se parecía a mi mamá si se ataba el pelo. No pasé de la tapa.

Profesional. Contenta Gisselle Avignone con su diploma de graduada en Letras.

Pasó más tiempo y en la adolescencia llegó a mis manos Simone de Beauvoir: “Ser mujer no se nace, se hace”. Tampoco podía dimensionar a qué se refería lo que leía y repetía con aires de incipiente literata. Había un abismo entre lo que decían los textos de aquello que la vida se iba a ocupar de hacerme experimentar en la carne, a través de la salud, en la mente y el alma.

El primer acercamiento a esa tensión de no morir en el intento lo tuve al ingresar a la secundaria. Yo venía de un colegio religioso, solo había alumnas y docentes mujeres. Al llegar al mixto, empecé a observar que el largo del guardapolvo decía algo sobre cada una sin que abriéramos la boca. Que los varones no tenían que usar guardapolvos y podían ser más espontáneos. Que las chicas más bonitas eran mejor tratadas. Por suerte, había algunos “perros verdes” con los que me sentía más cómoda, contados con los dedos de una mano. Pero una va encontrando esas micro tribus que funcionan como resguardo, como refugio de las incomodidades o las tempestades que vienen del entorno. Y nos vamos identificando y reconociendo en nuestra extrañeza con los otros.

A los 18 me encontré con el resto de las amistades que haría en la Facultad de Filosofía y Letras. Allí era un pez en el agua. Pero esa época pasó como un vendaval. Por azar o destino llegué a la Patagonia, un lugar totalmente ajeno donde, como medida de supervivencia primó la adecuación. Si bien hubo un recibimiento, no era lo mismo ser nacido y criado que trasplantado. Pero ese no era el problema. La cuestión era: ¿cómo sostener el deseo cuando todo el tiempo se está en un lugar distinto al que se pertenece? ¿Cómo hacer para que funcione exitosamente y al unísono un proyecto familiar y uno profesional? La respuesta era simple: había que hacerlo TODO.

Y hacerlo todo, implicaba HACER. No había tanto tiempo para procesar mucho o darle lugar a las emociones. Alejarme de mis afectos había sido un paso difícil, pero era por hacer una vida nueva, adulta. Había que demostrar entereza, ocupar la cabeza “para no pensar”. Sin embargo, ese no pensar y ocuparse en realidad era para no sentir.

Murió mi abuelo, viajé, me despedí, volví porque había que trabajar. Se casó mi hermano: lo mismo; ida y vuelta, en el menor tiempo posible. Tenía que trabajar en algo que no era lo mío pero era necesario.

Ocuparse era útil: yo era funcional en un sistema que me compensaba. Ocuparse también era útil para no padecer duelos y ausencias. Hacer y hacer cada vez más. Ahí empecé a ejercer, sin saberlo, lo que se conoce como multitasking.

Y como vengo de la generación X, “Las cosas se hacen bien o no se hacen”. Esa era la máxima.

Pero en esta región, por aquel entonces, la única oferta laboral que se acercaba a mi formación pasaba por la docencia: aquel monstruo negro al que no quería acercarme por prejuicios. Porque yo no jugaba a ser maestra en el garaje como mis amigas de la infancia. Había algo que no me atraía, ese llamado vocacional no pasaba por ser docente. Socialmente era un trabajo respetado, tenía entrañables recuerdos de maestros y profesores ejemplares. Pero en la praxis no me veía en ese rol. Indefectiblemente tenía que ir ahí porque había que comer y pagar el alquiler.

Agarré las páginas amarillas, hice una lista con todas las escuelas privadas –porque soy extranjera y la ley de educación no me permitía que trabajara para el Estado–. Y repartí currículums solo con mi formación académica y un trabajo en una compañía internacional, como pasante por unos meses (me avergonzaba dejar en blanco el espacio de “experiencia laboral”).

Al otro día, de repartirlos ya tenía ofertas. Había mucha necesidad de profesores de literatura aunque todavía no tenía el título, porque no me había recibido.

Recuerdo el primer día que llegué y me paré frente a la puerta del aula: me sentía una impostora. Escuché las voces de esos futuros alumnos superpuestas, insultos, risotadas. Me temblaba todo el cuerpo. Había que empezar por los griegos. Y sorpresivamente, me encontré con un universo de personas muy distante al que temía. Súbitamente empecé a organizar contenidos y proyectos que le daban un sentido a cada clase, a cada encuentro. No voy a negar que ser “la vieja de literatura” a los 25 años puede ser chocante. Pero me sorprendía con ganas de que llegara la hora de dar clases, había algo que me entusiasmaba. Corregía con mucho detalle, para que mejoraran la escritura y sus ideas se destacaran. Las clases debían ser atrapantes, ¿si me aburría yo qué les quedaba a ellos? Nunca sabía con qué me iba a encontrar: todos los días tenían un ánimo diferente. A veces taciturnos, preguntaban y se ofuscaban o llegaban alegres porque sí. Siempre estuve en quinto año, en lo agridulce: conocerlos, encariñarse y despedirlos para desearles todo el éxito… ¿Pero qué era el éxito? Si su profesora estaba dejando de lado aquel deseo de ser escritora. La RAE dice que el éxito es el resultado feliz de un negocio, actuación, etc. o la buena aceptación de alguien o algo… Podía decir que como docente era aceptada. Pero el deseo aún estaba corrido del eje.

Había sido madre en ese lapso de tiempo que corría como un río y al que no podía detener por la necesidad de trabajar, de recibirme antes de que se vencieran las materias. De noche investigaba y preparaba trabajos finales para enviarlos por correo. Maternaba con toda la dedicación de la que era capaz aunque se sacrificara el sueño. Mientras picaba cebolla para la cena, mecía el carrito con el pie y cuidaba que no se quemara la salsa porque la comida no podía ser fea. Aparecía la culpa de no leer lo que se publicaba, me iba quedando atrás. Empecé a hacer ejercicio: tres veces por semana 2 horas entre ir y venir llegaba justo a darme una ducha y al trabajo porque no tenía el peso que debía y me ayudaba a quemar energía que se acumulaba no sé cómo porque si algo gastaba era energía. Y así, todo se iba corriendo… ¿qué era lo importante? La respuesta era inmediata: mi familia. No obstante, había algo postergado que no podía eliminar de mi mente.

El arte entraba por la puerta de servicio. Si en el otro trabajo no entraba nadie, leía. Cuando podía daba talleres literarios con el cochecito del menor al lado. La lectura era para preparar clases, pero ya el placer del texto se había extinguido.

Las voces de las mujeres mayores decían: “Se puede hacer todo si te organizás” …Y ahí estaba, sin saber cómo ni cuándo: siendo mujer y no queriendo morir en el intento.

Algo me animaba: conocí artistas que se desempeñaban como docentes. Porque la profesionalización total supone un vacío, la inconstancia de ingresos o una “negociación” entre el alma y el sustento económico. Como dije, de a poco fui conociendo a otros sujetos muy particulares relacionados con el arte, principalmente en el ámbito escolar. También había jóvenes artistas entre mis estudiantes. Por ende, fue justamente la docencia la que me mostró sin sutilezas la vulnerabilidad de los jóvenes y en muchos casos, su desprotección cuando veían que el llamado interior se acercaba de la mano de las artes. Empecé a proponer talleres de escritura si habíamos avanzado en los contenidos, para que experimentaran con su creatividad.

Desde que recuerdo, viví en lugares que no eran el de origen; naturalmente me sentía sapo de otro pozo. El interior fue la apoteosis de esa sensación, pero curiosamente, aquí aprendí que hay redes humanas, pequeñas tribus que ayudan a reconocer el deseo. Y ahí se hace la conexión con lo interno, a través de la actividad que sea: la danza, la lectura, la terapia o en su ausencia, un café con amigos.

La enfermedad del siglo XXI es el estrés por el estilo de vida frenético, laboral. Y entre los adolescentes esa presión es cada vez más evidente; a veces conduciendo a la depresión o la apatía. En la pandemia, estuve diariamente, cuantiosas horas frente a la pantalla enseñando y conteniendo –en la medida de mis posibilidades– a jóvenes muy frustrados en sus deseos de vivir una vida diferente a la que se les imponía en ese contexto. Y para hacerlo de la mejor manera, necesité un kit de salvataje de tres elementos: escritura, yoga y artes marciales.

Quizás suene a lugar común lo que voy a decir, pero si algo aprendí en la incomodidad del desplazamiento es que, si cada uno ejercita ese deseo para que siga presente lo más nítido posible, esa energía se contagia. Y nuestros jóvenes lo piden a gritos.

¿Qué es lo que realmente se desea? Para todos es diferente. Pero ningún deseo que no sea auténtico puede sobrevivir. Hay un momento en que eso que sostuve y no pertenecía a mí se derrumbó, como aquellos trabajos que tenían que ver con las falsas expectativas y conveniencias propias o ajenas. Tal vez esa enfermedad del siglo XXI pueda combatirse con la autenticidad; con la aceptación de lo que cada uno trae para ofrecer. Me encontré pensando: ¿Qué vida tendría si no postergara decisiones como si fuera inmortal?

Seguramente, una vida menos somatizada.

Mi generación, la que quería jugar en todos los puestos y destacarse es la que puede ser una bisagra. Ya sabemos que las situaciones agobiantes nos tensionan, generando estrés y nos impiden ver alternativas y tomar decisiones. Las mujeres más jóvenes están mostrando una forma de caminar diferente, de transitar esta existencia de una manera alternativa. Veo en ellas valentía, que hay una indiferencia hacia la opinión ajena que las hace más libres. Porque son conscientes de su individualidad y su finitud. “Es mi vida”; “Es mi cuerpo”; “Mi paz no se negocia”. Debo admitir que inspiran y movilizan a llevar adelante esos deseos postergados. Hay una suerte de simbiosis transgeneracional que espero posibilite la existencia hacia una manera de vivir menos violenta con nosotras mismas, más amorosa. Y en consecuencia, más libre. Para morir sabiendo que fuimos lo que vinimos a ser y no solo nos quedamos en el intento de ser mujer.

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Gisselle A. Avignone nació en Vancouver, Canadá en 1978 y reside en Cipolletti, Río Negro. Es escritora, investigadora y docente. Comenzó a escribir poesía a los 11 años. Publicó “Las voces” en 2017 con el sello Linda y Fatal: una novela realista sobre violencia de género. Actualmente, acaba de lanzar su tercera edición, fue estudiada en secundarios de la Patagonia y reseñada por la revista “Por el camino de Puán” (UBA). “Cuentos en red” (2022) es una antología de relatos breves escritos en pandemia donde los personajes –adultos mayores, jóvenes y niños– se ven conectados con otros a través de la tecnología, reflejando las consecuencias emocionales de esos encuentros. Este libro fue presentado por primera vez en la Feria del Libro de Buenos Aires 2022 y fue Best Seller del Stand de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires (Impulso Cultural). Practica Wing Chung Kung Fu en la escuela SDS y yoga.

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